sábado, 2 de abril de 2011

LOS ATEOS TAMBIÉN VAN AL CIELO

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Con el ateísmo suele pasar como con la homosexualidad: todo el mundo cree saber de que se trata pero en realidad nadie se informa con precisión, lo cual conduce casi sin excepción –no temamos decir lo obvio– por el camino de las opiniones superficiales y demasiado livianas.
La madre de todas ellas es, sin duda, que el ateísmo niega tajante y radicalmente la existencia de Dios. Puede que algún fundamentalista (de los que, por otra parte, nunca faltan en cualquier campo de acción humana) tenga la audacia de hacerlo. Pero en términos generales, es una impresión falsa. El ateísmo consecuente (es decir, aquel que se hace llamar “pragmático” y le teme más a los dogmas y las certezas absolutas que a la perspectiva del Infierno) en realidad admite la posibilidad de que Dios exista. Aunque anteponiendo, conviene aclararlo, la siguiente salvedad: dicha posibilidad es tan tan baja que no resulta estadísticamente significativa y, por lo tanto, merece que la anotemos pero no que la tomemos en cuenta a nivel práctico.

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Un ejemplo puede ayudar a que el lector visualice lo que trato de decir. Imaginemos que alguien decide suicidarse saltando desde el último piso del Empire State Building de Nueva York. Calculadora en mano, un especialista en estadística nos diría que hay una posibilidad entre –pongamos por caso– diez millones de que frene un camión lleno de colchones justo en el momento y lugar previstos por el azar para el mortal porrazo. Lo cierto es que nuestro hipotético suicida corre el riesgo de salvar la vida aunque por un margen demasiado escaso como para obligarlo a replantearse o revertir la decisión de saltar al vacío. Algo más o menos parecido es la existencia de Dios desde el punto de vista ateo: una expectativa sin la suficiente densidad como para incidir sobre la expectativa más fuerte. En este caso, la no-existencia. Aclarado el punto (¡espero!), emerge con toda naturalidad la siguiente pregunta: ¿En qué se basa el ateísmo para reducir a Dios a la insignificancia estadística? Contrariamente a lo que se supone con demasiada frecuencia, el instrumento intelectual más convincente no proviene de la ciencia (aunque también ella proporciona muchos y muy buenos) sino de la filosofía. Estoy pensando en el llamado “problema del mal”, que suele incomodar y poner en aprietos incluso a los apologistas religiosos mejor plantados.





En esencia, el “problema del mal” hace notar que la existencia del sufrimiento contradice la existencia de Dios. Y podríamos resumirlo así: supuestamente Dios es omnisciente (todo lo sabe), omnibondadoso (sólo puede concebir el bien) y omnipotente (todo lo puede). ¿Cómo es posible entonces que haya tanto sufrimiento en el mundo? Porque si es omnisciente, sabe necesariamente que eso ocurre; si es omnibondadoso, no desea que ocurra; y si es omnipotente, está en sus manos evitar que ocurra. Al igual que cualquier ser con decencia, preferiría que la gente no padeciera y así todo no hace nada para impedirlo. Semejante inmovilismo seria entendible si fuera incapaz de cambiar las cosas, pero teóricamente lo puede todo.

La solución estándar ofrecida por los apologistas religiosos a este dilema es que los sufrimientos suelen originarse en malas decisiones que toma la propia humanidad. Y como Dios respeta el “libre albedrío” a rajatabla, no puede interferir en ellas. De suerte que se encuentra exclusivamente en manos del hombre evitar las guerras, atentados, violaciones, torturas, degeneraciones, delincuencia, genocidios y demás etcéteras que contribuyen a transformar su paso por el planeta tierra en un auténtico calvario. Todo bien, pero si Dios sabía de antemano (no perdamos de vista su omnisciencia) que el resultado iba a ser desastroso, ¿por qué creó al hombre o al “libre albedrío” de todos modos? ¿No fue necio y cruel de su parte? Al margen de eso, resulta evidente que no todos los sufrimientos son provocados por el mal ejercicio del “libre albedrío”. Una buena parte los causa la naturaleza (terremotos, erupciones volcánicas, hambrunas, sequías, tsunamis, inundaciones, tormentas solares, tornados, enfermedades, etc.) que –según se nos dice– es obra de Dios. ¿Qué le impide hacer algo también en estos casos?

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Los apologistas religiosos responden a la pregunta anterior diciendo que Dios permite deliberadamente los sufrimientos naturales como una especie de carrera de obstáculos para que las personas dotadas de “libre albedrío” saquen lo mejor de sí. Mi intención no es herir susceptibilidades, pero personalmente siempre me pareció que dicho razonamiento (si es que puede llamase así) saca a relucir el lado más insensible e inmoral del pensamiento religioso. Reflexionemos un poco si no sobre lo que acabo de decir. Tenemos por un lado a unos niños con terribles enfermedades terminales o tragados por un tsunami y, por otro lado, a Dios pensando para sus adentros: “O.K.; voy a someter a tales y cuales personas a mi carrera de obstáculos. Para asegurarme que se superen a sí mismas me voy a valer de tales y cuales niños a los que haré atravesar por un penoso tormento”. Suena como si estuviéramos hablando de un tiranzuelo con pocas luces y sin el más mínimo sentido de las proporciones o la justicia. No de un Padre moralmente perfecto y formidablemente sabio que ama a todos sus hijos por igual [1]. Pero no debería extraerse como lección de lo anterior –dice el ateismo– que Dios es malvado, sino que se trata de un “concepto vacío” (no explica ni permite entender lo que debería: el funcionamiento del mundo) y, en consecuencia, la menos desatinada de las opciones es poner en duda su existencia [2].

Puestos contra las cuerdas, los apologistas religiosos no pueden evitar darse cuenta que la lógica pura y dura conduce casi sin remedio por el camino del ateismo [3]. No obstante, se aferran a una excusa muy ingeniosa con tal de no dar el brazo a torcer: seguir creyendo es una apuesta mucho más segura que dejar de creer. Alegan que si Dios no existe –como todos los indicios sugieren– ni los que apostaron por Él ni los que lo negaron pierden nada puesto que no habrá nadie que los premie o los castigue. Pero si –en cambio y aunque no se note– por casualidad existiese, sólo los primeros van a ir al Cielo mientras los segundos se hunden en el Infierno.

¡Oh consuelo de tontos! ¿Acaso tan necesitado de atención esta el ego de este Ser Supremo que –aún poseyendo omniciencia– es incapaz de diferenciar entre quienes defienden su existencia sinceramente y quienes sólo para hacer negocio? ¿Hace falta perder tiempo aclarando que si Dios fuese justo y moralmente perfecto como se nos dice, por regla de tres simple ha de percibir la hipocresía y la falsedad como grandes pecados y –contrariamente– no han de disgustarle los errores de conciencia cometidos con toda honestidad? Porque en verdad os digo: no son aquellos que dudan siguiendo su razón los que deberían temer al largo brazo de la Justicia Divina sino aquellos que se obligan a creer interesadamente.

En fin. Suponiendo que Dios fuera algo más que una hipótesis, y pasando las cuentas en limpio, todo indica que tiende a enojarse más cuando defendemos su existencia por conveniencia que cuando la negamos por convicción. Así que ya lo sabe, amigo lector: si cree en un Ser Supremo omnibondadoso –que además todo lo sabe y todo lo puede– medite cuidadosamente sus motivos. De otro modo, no se queje cuando llegue al Más Allá sólo para descubrir que esa vacante en el Cielo que teóricamente lo esperaba a Ud. (¡quién iba a decirlo!) lleva en realidad el nombre de algún ateo que vivió amando la verdad más que a su pellejo.

El autor: Walter Burriguini es historiador mendocino, Universidad Humboldt de Berlin, residente en Alemania.

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Notas

[1] Del mismo modo que no sirve explicar el sufrimiento como carrera de obstáculos providenciales, tampoco sirve explicarlos como justo castigo de los pecados. Pensemos nuevamente en los niños con enfermedades terminales o tragados por el tsunami: aún no están en condiciones de ejercer plenamente su “libre albedrío”, ¿qué ofensa tan inmensa pudieron haber cometido para hacerse merecedores de una reprimenda tan horrible? ¿Y los animales, que ni siquiera tienen un “libre albedrío” para usar mal?; ¿por qué tienen que enfermarse o sufrir durante los desastres naturales?

[2] Por razones de espacio, me abstengo de desarrollar las vías a través de la que disciplinas como la biología, la física y la cosmología (o incluso la historia y la psicología) permiten llegar a la misma conclusión.

[3] Y si bien se muerden los labios para no reconocerlo abiertamente, a veces se les escapa alguna señal inequívoca en esa dirección. El ejemplo más alevoso es para mi el apasionante (aunque equivocado y viciado de fanatismo) libro titulado “Una vida con propósito” (2003) del Pastor norteamericano Rick Warren. Al promediar el Capitulo 3 puede leerse: “confiarás en la palabra de Dios y lo harás aunque no tenga sentido, aunque no tengas ganas de hacerlo”. Y apenas más adelante: “No trates de razonar con el Demonio. Es mucho mejor que tu en eso, ya que tiene miles de años de experiencia”. Warren no llega hasta el límite de confesar que cree en lo increíble, pero hace algo que para el caso es lo mismo: exige fidelidad ciega e insulta las objeciones razonables tildándolas de seductores engendros infernales. ¡Arrodíllense y alaben la pereza mental, puesto que ella más que nadie parece abrirnos las puertas del Cielo!

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